jueves, 9 de junio de 2011

O son do ar.

Nunca la había visto así, jamás había imaginado que la vería moverse con aquella soltura entre las sábanas, las cortinas y los tenues rayos de luz que apaciguaban éstas. Deslizaba los dedos por su cuerpo, jugaba con su pelo y acariciaba la tela envolviendo su desnudez en ella y perdiendo su mágica mirada en la ventana. Luego me miraba, y sonreía al verme allí, pasmado en la cama, sin poder quitar ojo de cada uno de sus gráciles movimientos. Se inclinó sobre la cama y con una sutileza casi celestial la recorrió por encima de mi cuerpo llegando a mi boca, rozándola sin besarla y diciéndome en un susurro: vámonos fuera. Estaba maravillosamente loca; era otoño, estábamos en medio del bosque y la húmedad era un habitante más de aquél lugar, pero sabía que no la haría entrar en razón aunque le explicara cómo era el clima de su tierra. Su locura era el secreto de su belleza. Saltó de la cama con un brinco elegante y grácil y dando pequeños saltitos llegó al perchero y, mientras yo seguía allí sorprendido por la idea de salir fuera de la cabaña, ella cubrió su cuerpo desnudo con un grueso abrigo marrón que le llegaba hasta algo por encima de la rodilla, y sonrió satisfecha por lo que se le acababa de ocurrir. Siempre había querido hacerlo. Sin apenas darme tiempo a reaccionar, cogió otro más rudo, azúl oscuro y me lo lanzó casi a la cara.

Sirviéndose de una melodía inventada en su cabeza, danzó de un lado a otro de la habitación cual espíritu celta disfrazado de muchacha rubia, y se calzó las botas tarareando mientras imprimía velocidad a mis lentos y estupefactos movimientos. Abrió la puerta, dejó que entrara una sorprendente bocanada de aire puro, y jugando con el contraluz de la claridad, se quedó bajo el marco dejando entrever con su silueta y su mirada a dónde debía ir, mientras que con claridad me tendía su mano. Até los cordones y tras envolver su cintura mientras ella sostenía la puerta, volvió a rozar mis labios con su boca, me sonrió con la mirada y cogiéndome de la mano me arrastró hacia el bosque.

Aquella tarde nos dimos calor en los sitios más recónditos de aquel lugar, hilando caricias sobre el colchón de las hojas y el abrigo de los árboles; al volver la noche, junto al hogar de aquella casa, ella hizo que la lumbre pareciera hielo al lado de la calidez que había conseguido darle a mi cuerpo en el frío. Me hubiera quedado allí para siempre, anidando besos en su pelo y dibujando caricias invisibles en su pecho a la sombra del fuego, pero aquello, aquello tan sólo era un sueño.

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