domingo, 1 de mayo de 2011

Y se paró el tiempo: Caracas.

Tiempo, eso es algo que nunca tenemos. Pero la vida a fin de cuentas consiste en sumar las cosas que superan el paso de este y  restar las que no. Los sentimientos, las amistades, el odio, el amor... todo pervive o perece inexorablemente ante el paso del tiempo. Al igual que estoy segura que yo pereceré pronto en tu corazón y que, aunque con el tiempo me recuerdes, no permaneceré a lo largo del mismo. Pero a veces, el guión es otro. A veces el tiempo te priva de compartirlo con personas que le dan sentido o a veces simplemente el destino trunca la posibilidad de que esto se realice. La maravillosa capacidad del ser humano para decidir, las casualidades si es que estas existen, o el paso cinco minutos antes o cinco minutos después por delante de los ojos de alguien... cualquier ínfima cosa puede hacer que el tiempo fluya por otros derroteros, por otras personas, por otros momentos. Lo queramos o no. Así que no es de locos insinuar que en las propias decisiones hay una mínima parte de arbitrio. Y esta historia era un cúmulo de circunstancias, un cúmulo de mal llamadas casualidades si pensamos que todo ocurre por alguna razón. Si pensamos que la razón por la cuál dos niñas separan sus destinos hasta reencontrarse años después, en la senda de la madurez, con hijos, esposos, alegrías y sinsabores a la espalda es que hay una maravillosa fuerza en el universo que hace que cuando más puedan llegar a necesitarse sus caminos se crucen de nuevo. Sin esperar nada de nadie, esperando únicamente ofrecer todo lo que tienen. Un millón de decisiones después, propias y ajenas, sus vidas vuelven a entrelazarse, y ahora unen no solo las suyas si no el complejo y bello mundo que ambas han hilado con el esmero y el buen hacer de sus dedos. Tanto hastío, tanta soledad, tanta nostalgia... todo vale si la recompensa de la vida es una mano amiga, una mano sentida, una mano vivida. ¿Hay algo más bonito? No, no hay nada más bonito que las historias reales, que las personas de verdad. Me quito el sombrero y os ofrezco mis lágrimas, son de alegría, son de orgullo. Son de gratitud, no por la ayuda que un día podamos brindarnos, que también, si no por el simple hecho de que para mí hoy no ha corrido el tiempo, han pasado por mi retina años que no he vivido, historias que no escuchado y palabras que no he dicho. Y me han entrado unas ganas inmensas de vivir. De reecontrar en mí misma la sangre venezolana que siempre he sentido latir, esa que palpitaba cada vez  mamá me miraba a los ojos ansiando saber del trocito de ella que se dejó allí. Ganas de vencer la impotencia de no poder romper esas fronteras por ella. Ganas de que volviera al lugar dónde nació, con la gente que siempre soñó. A veces uno se plantea si es demasiado tarde para hacer cambios en su vida, para tomar decisiones... para decir las cosas que nunca nos atrevemos a decir o para hacer esa llamada que no nos hemos decido a hacer, pero sólo es tarde cuando no se hace. Siempre hay tiempo para todo, menos para lo que no se hace. Mi tiempo no es oro, si no lo comparto contigo.

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